Suelen parecer instantes eternos estos, cuando anhelamos todas las preguntas con todas sus posibles respuestas, pero cuando el sol termina por esconderse, la noche nos inunda de cansancio y volvemos a decaer. Sabemos lo que nos espera en un siguiente día. El ruido, la prisa de no saber y el conformismo de no brindarle importancia. De nada sirve el recuerdo del viejo decrépito. No es posible presenciarlo sin luz. No es posible su cuerpo, no es posible el color. Y en la ausencia del mismo nos dejamos conducir por aquel desvío donde la arena perece infundida por asfalto. Aquella jungla de vírgenes en celo, de placebos antidepresivos. Aquel desvío donde la masa existe sin más, sin menos que darle significado a la materia.
Curioso el acto en que, ese día y despojados de todo lo que llevamos, accedemos a sentarnos en el piso de alguna estación de trenes. Curioso el acto de intentar revelarnos en la especulación, de reflejarnos en el suponer, de entrevernos en la cara de otros, de parearnos con otras narices, de parirnos de cualquier pantalón ceñido a otra rutina, porque cuando procede la urbe aglutinada a escapar del vagón, se topan con los cadáveres de aquellos sueños que no pudieron salir del andén. Sueños atrapados, vagando aún en la imagen costera, vagando en aquella reflexión ahora utópica; y es curioso. Curioso porque flotando quedan sus almas haciendo del aire uno pesado y viscoso, como si se pintasen con color de una esperanza eterna, pero imposible. Poco a poco el frente de almas se pega al ínfimo calor de las escaleras eléctricas y alzan vuelo escabulléndose entre los monederos, entre los sostenes sudados por el sofoque de nueve paradas pasadas. Se aprestan a colarse entre las rendijas, aquellas que en la superficie los niños juegan a no pisar, y suben volviéndose nubes delirantes. Algunos de sus ex-dueños vuelven a encontrarse con ellas al tirarse panza arriba sobre la falsa grama veteada en verde. Las sombras como excelsas auroras boreales los invitan a investigar el cielo y advertir en qué se han convertido sus bastardos. Otros no tienen tiempo para eso y sólo pasan por el sosiego con sus pantalones manchados por salsas de un Completo Italiano. Van deprisa sin alzar la cabeza, sin percatarse del surrealismo que retiene las ilusiones de aquella mente elegiaca acostada en el pasto plástico. En nuestros días atrincherados todos parecemos tan independientes, tan singulares…
Pero existe un momento en el diario vivir que conceden un instante para volverse a ellos y rememorar la imagen costera, porque sí, porque todos la hemos vivido. Conceden un instante para escuchar el sonido del océano, para convivir con el cielo en plena menstruación. Y es que, es curioso como en el trayecto de una línea de tren las personas tienden a pensarse. Arriba indómitos, con sus maletines de cuero negro y broches de mecánica bañada en oro o con sus tacones de pana blanca que solo un subnormal puede crear y sólo un genio puede vender; y abajo embadurnados por el mismo aire viscoso de sueños añejados. Se distraen en los ventanales, con el abre y cierra de la puerta automática que deja escapar el frente de sueños amontonados que dejaron los que se bajaron en las pasadas ocho estaciones. Se trepan, se sientan y se distraen con la mirada fija al tubo de aluminio que sostiene la propaganda del nuevo perfume de Ariana Grande. Se distraen en la quimera protectora de sus desaciertos carnales que sólo de par en vez abre sus puertas para consagrarlos en la realidad de su infelicidad. Afuera los destellos de luz incandescente parecen llamar a una epilepsia de recuerdos. Explosiones que miran al espejo. Ojos que estallan en el reflejo y deslucen. Acá abajo les conturba, sin hacerles llorar, por la realización de su estado inferior. Les hacen perder esa prisa ciega con la cual se desplazan entre los bloques de la ciudad para pelearle al banco que su cuenta no puede estar sobregirada. No les hacen llorar. No, sólo les calman con una palmadita en el hombro y un lullaby a voz de los frenos en la vía. Les calman con una ferocidad sutil, con un fracaso a medias mientras se vuelven a distraer cuando el tren de vuelta se peina con el tren de ida. Ese momento donde la curiosidad rompe su meditación y el otro tren se parea con alguno de esos mil rostros. Ese momento inefable, intangible, tan intrínseco al cosmos donde a través del reflejo en la ventana se percibe la presencia de un amor onírico. Allá, sentado en el otro tren. No queda más que despertar al nuevo cuadro que le presenta el azar.
Su ojo izquierdo enmarca la cara que yace allí, devolviéndole algo infinito. Algo que transcurre en 15 segundos. 15 segundos en donde todo se borra. 15 segundos que dos lunas negras aprovechan para también mirarle. 15 segundos donde se cruzan las líneas paralelas que nunca encontraron, pero igual es perfecto su patetismo. Sólo 15 segundos que juegan a conjugar toda posibilidad de acceder por algún atrecho hasta el amor. 15 segundos que transcurren intrascendentes para todos, excepto para los que exhalan el paisaje haciéndolo empañar en el cristal. Son los 15 segundos que en la vida toda persona experimenta. 15 segundos donde se vuelve a encontrar toda respuesta a raíz de una duda, mas así de escueto, como una marisma de sueños mojados, el tren arranca y escapa el reflejo de una vida que la otra vida sigue con su aliento hasta que la estela se desprende haciéndolos ahogar. Quizás así se va entendiendo el lenguaje universal. Experimentando azares, pérdidas. Sintiendo el latir nervioso de un corazón frente a la oportunidad de experimentar nuevas pieles, de simplificar el código desconocido en un acto de amor, como la pareja enamorada.
Tiende a verse mucho en estos viajes, como el intransigente se abre a las posibilidades, como la puta recuerda un amor concebido hace siete años atrás. Por igual pasa que los pecadores encuentran a Dios. La línea del tren se convierte en templo, uno que nunca se nos mandó a buscar porque Dios se trata de eso. Es curioso, 32 vidas se aglomeran en el mismo espacio, esperando sin esperar. Todos hacia un mismo lugar, pero perdidos. El perfecto ejemplo de relatividad. Donde las vistas congeladas se vuelven salmos y las miradas furtivas comunión. Cuando uno se sienta allí lo nota. A los que están sin teléfono, los que no les interesa estando acá, a esos. Nosotros los observamos y observamos también el túnel por el cual se aproximan los sueños extraviados, la vulnerabilidad, la insatisfacción de no haber podido volar y con ello la realización de nuestra pequeñez, que sólo vivimos porque sí. Porque sí es suficiente argumento para la lógica. Mas todo se disipa cuando el tren llega al final de la línea y el último eslabón de la cadena de sueños hace su recorrido en ritual. Vestido de incienso, mezclándose a sí mismo con el humo de los cigarrillos hasta golpear la atmósfera. Se precipita en condensarse e ir al cielo a soñar consigo. Junto al horizonte inmolado ahora existe un sueño abandonado. Mientras tanto, abajo, algunas personas se sientan entre los parchos de luz, intentando hallar su sueño huérfano, intentando buscarle formas a las nubes; intentando buscar el cuerpo del tiempo, unas olas danzantes o la audacia inadvertida de aquella vida que se fue con el tren y nunca volvió, en las nubes burbujeantes que arriba reposan.
Es curioso el que me encuentre aquí, acostado, junto a ellas. Es curioso que todos, en algún punto, lo hagamos. Recordando toda imagen que alguna vez la mente digirió. No sería prudente a esta altura, pero es necesario volver al calor del hogar, perforando la ciudad en una bicicleta mientras el reloj marca las seis, evadiendo las aborrecidas caras de aquellos que se encuentran en el tapón, decidir entre preparar un arroz con porotos o recalentar la pasta del día anterior y encender la pequeña bombilla amarilla con la cual ilumino mi nostalgia, con la cual mi musa se alumbra para protegerme del hastío. Es que en nuestros días atrincherados todos parecemos tan independientes, tan singulares, sin embargo, al llegar a nuestra casa todo vuelve a ser como en la playa, como en el tren, a la luz amarrilla de una lámpara barata. Volvemos a teñir la pared con el horizonte, con el océano. Volvemos a sentir nuestra piel abriéndose, el latir de un corazón nervioso. Volvemos a ver a las vecinas del barrio, al perro faldero, al viejo decrépito, al guardia aburrido, a la pareja enamorada. Volvemos a ver el semblante de aquella persona a través de nuestro cristal, a las nubes amorfas con ganas de tallarnos algo. Todo lo vemos en nuestra habitación. Entonces comemos nuestra comida, vaciamos nuestros bolsillos tirando los cinco centavos que sobrevivieron la semana en el mismo mahón gastado, enlazamos nuestras pestañas y…volamos...
Volamos hacia donde el cielo se pinta haciéndonos agradarle. Volamos alcanzando la libertad, lidiando con la simplicidad de respirar, asumiendo alguna posición como fracción de una enorme teoría. Entendiendo que somos energía, historia, luz y color. Entendiendo que somos complementos, como en un largo y rebosante buffet universal.
Todo parece un absurdo, lo sé.
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