La vida nos obliga a nacer, a crecer, a correr, sin preguntarnos. No es más sino nuestra ávida vehemencia la que sienta nuestra conciencia frente al horizonte ayudándonos a volar hacia él, así sea por 11 minutos. 11 minutos en los cuales la biología no hace más sino observar la partición de la ley que nos esculpe y ceder. Ceder ante la estampa bizarra de nuestro vientre contrayéndose, de nuestras tetas aplanándose, de nuestros lagrimales corriéndose sobre blandos cachetes.
Volamos desde algún cráter arenoso de alguna playa sin nombre, de alguna costa. Volamos en dirección a la muerte de aquel astro dador de color; y es curioso. Curioso porque aquella agónica escena, casi como postal ensangrentada de aflicciones, responde instintivamente a nuestras alas. Se nos impregna. Contribuye al lienzo que llevamos por vestido, se corre por nuestros tobillos y en seguida nos descubre fuera de nosotros, con hambre de cielo, alargando nuestras vertebras como queriendo atrapar el aire a mordidas, intentando hallar la húmeda boca del universo, aspirando a comprender el lenguaje que sale de ella, sin entender que es de corte ancestral, sin un código claro. Ni nuestra lengua ni nuestro oído logran atraparlo, y de hacerlo, sólo tantean fonemas aleatorios, tonos oscuros. Van palpando en negrura la respuesta de una adivinanza milenaria: ¿Quiénes son a los que la vida obliga su nacimiento?
Aquello que sostiene nuestras dudas nos transforma en seres aerodinámicos. Nuestros brazos se alargan alcanzando las corrientes de viento frente a nosotros, nuestros dedos se unen por los extremos, nuestras axilas echan piel, nuestras nalgas desaparecen ante una espalda lisa y apuntamos al firmamento. Quizás podamos vernos en las nubes burbujeantes que arriba reposan. Quizás podamos vernos en las constelaciones que pronto comenzarán a desnudarse. Quizás podamos preguntarles a ellas por un poco de claridad. ¿Quiénes son a los que ellas brindan luz? ¿Para qué se hace posible el color, de no ser simplemente un error místico de esos que los dioses olvidan que hicieron?
De pronto, silencio…excepto un pequeño soplo que nos llega y se mece en la altura. Lo advertimos a lo lejos. Procedemos a bajar vuelo y frotar nuestro abdomen contra la superficie vasta del océano raspando el manto azul y haciendo levantar diminutas gotillas que mojan nuestras alas, que se estrellan como cuchillas cortantes que levanta el viento. Lo escuchamos. Lo reconocemos. Es el susurro de las olas que constantes van narrando el pasar de un perro faldero por la arena desgranada. Aquel perro que hace estallar coronas en el agua mientras se tira en ella desde la costa. Atendemos el susurro y al instante volvemos a encontrarnos sobre el cráter desde donde despegamos hace 10 minutos atrás. Nos sentamos viendo saltar al perro, viendo pasar el guardia con cara de aburrido que lleva tres fotos nudistas de Jennifer Lawrence posadas en sus ojeras, viendo al tiempo volviéndose corpóreo tomando forma de viejo decrépito. Viejo peludo, pequeño y raso de espíritu huracanado. Espíritu diluido en soledad con aroma a cien libros leídos. Espíritu inmortal que parece compartir con todo. ¿Acaso es tan simple la pasión que se reserva la biología, sin decirnos? ¿Acaso es parte de su plan nuestra partición, nuestra mutación, la ilegalidad de romper la ley que nos incumbe? ¿Acaso el universo se deja entender en la empatía con todo polvo, toda gota, toda lengua de fuego, toda cosa?
Quizás somos fracciones del propio tiempo, como el viejo. Tal vez de ahí aquella necesidad de compartir lo que somos, de quemarnos y de entre las cenizas recoger los restos que nunca vimos. Tal vez de ahí aquella necesidad de sentirnos parte de algo. Quizás esta sea la esencia de las teorías, de la ciencia, de nuestro gusto por el color. Por el rojo del horizonte, por el azul del cielo derramado en el océano, por el amarillo lumínico de nuestros sueños. Colores que nos devuelven aquellas historias, aquellas memorias ajenas, eternas, fieles a la naturaleza y que nos ligan a ella, aquellos cuentos que disfrutamos en la intimidad de nuestra cabeza. Quizás esa es la razón por la cual nos obligan a nacer. Somos el tiempo y es necesario hacernos correr.
Tal vez de ahí aquel instinto de comprimirnos. De rebanarnos en pasado, presente y futuro, de fragmentarnos como la granada que somos, de refractarnos a pedazos en ficciones que aquel viejo decrépito ya leyó. Necesitamos sentir que conocemos lo que vivimos. Nuestra estancia en el mundo, nuestra existencia, nuestras porquerías. Necesitamos medirnos, por eso nos partimos en finas líneas y nos vemos ser. Nos guardamos en segundos y en minutos. Y en horas. Es el único modo de poder conocernos luego, revisitarnos, compararnos ante otras memorias, ante otras experiencias, ante otras ideas, ante otros seres que son mucho más que sólo esqueletos. Nuestras plumas, aquellas que nos permiten volar, se abren paso por la piel, nuestra realidad las hace desarrollar a medida que escribimos en un papel, que pintamos en el canvas de nuestros pies, que tocamos el cuero de otra mujer, de otro hombre, de otro tiempo. Las hace desarrollar a medida que hace explotar nuestro cerebro en una pared haciéndola teñir cuando todos comenzamos a fijarnos en el horizonte de una manera similar, pues todo invento responde a un impulso, todo verso responde a nuestra pasión por aprender a sabiendas que es la duda misma la que brinda motivación. Somos conscientes de nuestra propia ignorancia y lo aprendemos a pedacitos, a cantazos.
El horizonte siempre se ha vuelto elemento inmolado de aquellos que respiran la vitalidad del viento, que respiran la furia del océano que observa con lástima sus minimizadas miradas frente al momento que evocará por siempre su sonido en sus memorias. Minimizadas intentando comprender, igual que todos. En ocasiones, cuesta pensar que su lástima sea derivada de un respeto avergonzado, pero me suelo engañar.
Así, sentados en aquella playa, observamos el horizonte, el océano con su azul arrendado, su sodio espeso que hace ahogar en humedad la arena cuando la golpea con fuerza sexual. Observamos la libertad del perro faldero. La sentimos, y también sentimos la soledad del viejo. Mientras, a medida que el sol se esconde, entra a escena aquella pareja enamorada que va rayando caminos por la arena mojada. Dúo empalagoso, que apretujado va capturando promesas en aquel lucero metálico sobre el mar. Aquella pareja que quizás resguarde sus latidos y sus plumas en el cóctel bioquímico de sus cuerpos; y no requieren más que su instinto animal de prestarse compañía. No necesitan una respuesta apadrinada por un empirismo obvio. Ellos están aquí para amar. Sumergiéndose en sus tiempos son conscientes de su propia ignorancia; y lo aprenden a pedacitos, a besos, pues el amor también quema, también tiende a ser rojo, y nos encanta.
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